Según una antigua fábula árabe, un hombre dispuso en su testamento que sus camellos debían repartirse entre sus hijos de modo que el primogénito se quedara con la mitad, el segundo con un tercio, y el tercer hijo con la novena parte del total de los mismos.

Pues bien, a su muerte, el hombre tenía en su patrimonio diecisiete camellos, número que evidentemente no es divisible entre dos, tres ni nueve.

Sus hijos pasaron una luna negociando y discutiendo cómo repartirse los animales sin  despedazar ninguno en el proceso ni quebrantar los exactos deseos de su querido padre. Las negociaciones siempre empezaban amistosamente, pero el transcurso del tiempo y la sensación del estancamiento pronto provocaron encendidos enfrentamientos entre los hijos, que empezaron a socavar el amor que siempre se habían profesado entre sí.

Finalmente decidieron acudir a un “hombre sabio” para que les ayudara a resolver tan “jorobado” problema.

El hombre sabio les pidió dos días de reflexión.

Al tercer día, les convocó y les dijo lo siguiente: “Le he dado muchas vueltas al reparto de vuestra herencia, pero no tengo una solución para vosotros. Lo que sí tengo es este camello”. Y se lo dio, con una sonrisa cómplice.

Con el nuevo mamífero, los tres hermanos tenían ahora un total de dieciocho animales.

El primero tomó la mitad, es decir nueve

El segundo tomó un tercio de los camellos, es decir seis.

Y el tercero tomó la novena parte, es decir dos.

Es decir 17 camellos, sobrándoles por tanto el último camello, que los tres hermanos devolvieron al hombre sabio, deshaciéndose en elogios y prometiéndole eterna gratitud por haber hecho desaparecer, con su generosidad, el problema que tan imposible les parecía resolver.