Antes de la Ley 5/2012 de 6 de julio, desarrollada por el Reglamento 980/2013 de 13 de diciembre, como normas aprobadas en cumplimiento de la Directiva Europea 2008/52/CE, las personas individual o colectivamente y las Empresas, ante un conflicto surgido con cualquier otra persona física o jurídica, solo teníamos una alternativa para su solución,  acudir a los Tribunales de Justicia –en la mayoría de los casos dirigido por un Abogado y representado por un Procurador- para que estos resolvieran dicho debate; es decir, solo podíamos someter la resolución de la discusión a la interpretación que de hecho o de Derecho un Juez decidiera;  si  dicha decisión no era de nuestro gusto, recurríamos lo resuelto hasta conseguir que nos dieran la razón o por el contrario nos teníamos que conformar con lo dictado en la primera instancia.

Independientemente de las garantías que el sistema judicial nos ofrece,  no podemos obviar que la solución adoptada vendrá dispuesta por  una serie de variables de carácter imprevisible, y que escapan por supuesto a nuestra voluntad,  la satisfacción y aceptación de la misma va a depender en la mayoría de los casos de si esta nos es o no favorable, sin olvidar los costes de tiempo y económicos empleados en dicha solución, y todo ello sin hablar del coste emocional que supone que otra persona no sea capaz de ver, como nosotros vemos “la razón” que nos ampara  como nuestro legítimo, porque como dijo alguien “La sentencia soluciona el litigio pero no lo hace con el conflicto”

Hoy día la propia Ley, como alternativa a los Tribunales de Justicia, nos ofrece la posibilidad de ser  nosotros mismos los que decidamos, con el concurso de nuestra voluntad cual va a ser el futuro de nuestro conflicto o “problema”,de ser los protagonistas y al mismo tiempo los guionistas que van a escribir cual será el final de nuestra historia, sin tener que empezar un guerra, en este caso legal.